Nefasta situación humanitaria en Libia, paso obligado para migrantes y refugiados

Zachariah es palestino pero se trasladó a Líbano y vivió como carpintero en Libia más de 20 años, pero ahora debe huir por la violencia en el país © Gabriel François Cassini/MSF © Gabriel François Cassini/MSF

Cuatro testimonios en primera persona demuestran las consecuencias humanitarias de la externalización de fronteras*

Zachariah, 60, Palestina

“Mis padres salieron a la fuerza de Palestina en 1947 y se trasladaron a Syr, en Líbano. Desde allí hui a Bengasi, en Libia, en 1994. Desde entonces, he trabajado como carpintero más de 20 años. Pero ahora la situación de Libia es mala y además tengo algunos problemas de salud. No encuentro ayuda médica y ya no puedo trabajar. 

Antes Libia estaba muy bien, pero ahora, en Bengasi hay muchos problemas. Hay muchas personas armadas en el país y numerosas milicias que se enfrentan entre ellas; y nosotros, la gente de a pie de origen bangladesí, paquistaní, palestino, ghanés y de otros países de África estamos atrapados en medio.

Se te acercan, preguntan cuánto dinero tienes y se lo llevan todo. Te disparan, te queman, te golpean. Abusan de ti y de forma muy violenta. Si tienes una hija y, al verla por la calle, les gusta, vienen por la noche y la violan delante de ti. Hay ladrones por todas partes; se llevaron mi coche, mi dinero y mis documentos y no hay nada que se pueda hacer. No hay policía ni ejército;  no hay ley. Nadie puede ayudarte. Lo peor está en las calles, en particular de noche. A partir de las seis de la tarde, si trabajas hasta tarde, en el camino de vuelta a casa te cruzas con muchas malas personas . Nunca sabes lo que van a hacer.

Hace un año, tomé la decisión de llevar a mi familia a Europa, pero al ser palestinos, tuvimos problemas con los documentos y nos fue imposible viajar. Los que hemos venido, hemos llegado de esta manera porque no tenemos otra opción.

El resto de mi familia está todavía en Bengasi, no teníamos suficiente dinero para que todos pudieran salir de allí. Cuando subí por primera vez al barco creí que iba a morir. Pero pensé ‘veamos, si el profeta decide que voy a morir en el mar, voy a morir en el mar’. Ahora quiero ir a Suecia o a Noruega.

 

 Agnes, 30 años, Eritrea © Gabriel François Casini/MSF

«Salí de Eritrea hace cuatro años con mi marido. Servía en el ejército y no podía mantenernos. Si lo dejaba, lo encarcelaban. Mucha gente va a la cárcel sin motivo alguno en Eritrea.

Cuando nos marchamos, nos dirigimos a Sudán. Pasamos tres años de un lugar a otro, en busca de trabajo y tratando de ganar suficiente dinero para venir a Europa. Finalmente ahorramos un poco, pero no era suficiente para todos, así que salí de allí con mi hija. Mi marido no pudo venirse con nosotras.

Fue muy difícil cruzar el desierto entre Sudán y Libia. Lo hicimos en siete días, sin parar, hacinadas en un coche, con mucha gente.
Después de cruzar la frontera, nos trasladamos de una ciudad a otra hasta que llegamos a Trípoli. Viajamos en contenedores, como animales o cosas. Estaba muy oscuro y hacía mucho calor allí dentro. Muchas personas se desmayaron por este motivo y algunas murieron.
Libia es un lugar muy peligroso. Hay mucha gente armada. Algunos pertenecen al Estado Islámico. Matan a mucha gente y tienen lugar gran cantidad de secuestros. Cuando llegamos a Trípoli, nos encerraron en una casa con unas 600 o 700 personas. No teníamos agua para lavarnos, la comida escaseaba y nos vimos obligados a dormir los unos sobre los otros. Fue muy duro para mi hija y enfermó varias veces.

Había mucha violencia. Me golpeaban con las manos, con palos, con pistolas.

Si te mueves, te pegan. Si hablas, te pegan. Pasamos dos meses así, siendo golpeadas todos los días.
Nos pidieron que pagásemos para ir a Europa, así que pagamos 1.700 dólares por mí y por mi hija. Tuvimos suerte porque situaron a las mujeres y a los niños en la cubierta del barco. El resto de la gente se quedó abajo, en la oscuridad, y allí hacía mucho calor. Pude oír a algunos de ellos diciendo que no podían respirar.
Sabía que el viaje sería muy peligroso y difícil, en especial para mi hija. Pero no había alternativa; no podríamos sobrevivir en Eritrea o Sudán. Nuestro Gobierno no permite que las personas se marchen. Con nuestros documentos en Eritrea, no teníamos otro camino que llegar a Europa.»

Salif, 26 años, Burkina Faso © Gabriel François Casini/MSF

«Soy el primogénito, así que cuando mi padre murió, tuve que dejar la escuela y empezar a trabajar. De donde vengo es difícil ganarse la vida, y si no se dispone de los medios para mantener a la familia, es humillante. Tenemos un Gobierno corrupto, solamente los que están muy bien conectados se benefician de las ayudas y los empleos del Gobierno. Así que me vi obligado a emprender el camino y buscar mejores oportunidades. Había oído decir a amigos que se fueron hace años que había trabajo en Libia, así que decidí irme allí.

Cuando llegué a Níger, pagué a unas personas para que me llevasen de Agadez a Sabha. Una vez allí, esas mismas personas me detuvieron de inmediato y me dijeron que tenía que pagar por mi libertad. Les dije que ya había pagado por el transporte hasta Libia, pero eso no les importaba. Tras cinco días, llamé a mi familia, que les envió el dinero a mis secuestradores.

Tras mi liberación, alguien de Burkina Faso me ofreció diez dinares al día para trabajar como albañil. El empleo resultó duro y doloroso, pero lo hice porque necesitaba dinero. Trabajé durante 40 días, pero no me llegaron a pagar. Encontré otros trabajos y, en cuanto reuní el dinero suficiente, me marché a Trípoli con la esperanza de mejorar mi situación. 
Cuando llegué allí, conocí a un africano que había estado viviendo en la ciudad durante un tiempo. Le expliqué que necesitaba ayuda porque no conocía la ciudad. Me llevó a un edificio de apartamentos en el que solo vivían africanos y me dijo que podía quedarme con ellos. La vida en Trípoli fue mucho más dura que en Sabha. Incluso las personas que nos llevaron a la ciudad, nos maltrataban y nos pegaban a menudo. Todos tratábamos de escondernos de la policía.
Un día me hablaron de alguien que había llegado a Europa y me facilitaron los contactos de un hombre que tenía un barco. Quería salir de allí. Una vez en Libia no se puede salir por tierra así que el único modo de hacerlo es por mar. Llamé a aquel hombre del barco y acordamos que le pagaría 900 dinares (casi 600 euros) por el viaje a Italia
Cuando vimos el bote de goma, supimos lo peligroso que sería el viaje en el mar. Unos 30 minutos antes de encontrarnos con el barco de rescate, se produjo una fuga en nuestra barca. Cuando el barco de rescate llegó, nos pidieron paciencia y nos dijeron que subiéramos la escalerilla uno a uno, pero algunos de nosotros no conseguían calmarse. En un momento dado, todo el mundo trató de salvarse a sí mismo, y mucha gente cayó al agua. Ahora estoy a salvo.
Me fui de casa para poder mantener a mi madre. Le pido a Dios que me permita ayudarla a vivir mejor. Por ahora, me gustaría ir a Inglaterra o Suiza. Pero sobre todo, espero que algún día pueda volver a Burkina y abrazar a mi madre.»

Justine, 22 años, Nigeria © Marta Soszinska/MSF

Justine quedó huérfana en Nigeria. Una amiga que vivía en Libia la convenció de irse del país y buscar oportunidades de trabajo como peluquera. Le prometió una buena vida, así que Justine decidió marcharse. Sin embargo, al llegar a la frontera libia, la secuestraron y la encarcelaron durante dos meses en Sabha. Allí sufrió abusos demasiado dolorosos y recientes como para explicarlos incluso al médico de MSF. 
Tras su liberación, decidió huir de Libia, y se subió a un bote que la llevaría a Italia “en seis horas”, según los traficantes. Cuando el Dignity I la rescató, tenía quemaduras muy graves por toda la parte inferior del cuerpo a causa del combustible sobre el que tuvo que sentarse durante un viaje de más de 12 horas. A bordo del barco de rescate de Médicos Sin Fronteras, Justine sufría con el más leve movimiento y no podía sentarse ni caminar bien. La piel de sus piernas estaba cubierta de enormes ampollas que alcanzaban incluso sus partes íntimas. 

“Iba sentada en el suelo, al lado del motor de la embarcación. Había gasolina por todo el suelo y estaba empapada en ella, pero no había otro lugar donde colocarse, éramos tantas personas… Me quemaban mucho las piernas, estaba llorando, no me lo podía creer cuando su barco de rescate nos encontró”

*La «externalización de las fronteras» es la oficialización de las prácticas de “subcontratación” de control fronterizo por parte de estados nacionales que están de acuerdo en realizar el trabajo sucio de Europa a cambio de apoyo económico y de otro tipo. La subcontratación tiene funestas consecuencias humanitarias: el derecho de los refugiados se erosiona y el acto de cruzar una frontera se criminaliza. Los obstáculos a los procedimientos de asilo, el acceso limitado a servicios básicos (como la salud) y el aumento y uso prolongado de la detención, son una práctica común, como atestiguó Médicos Sin Fronteras (MSF) en Marruecos y en Libia. El 92% de los rescatados por el barco de MSF Dignity I aseguran haber sido víctimas y testigos de violencia, secuestros o violaciones en Libia, país al que miles de refugiados y migrantes se ven obligados a acudir para llegar a Europa.

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